lunes, 15 de octubre de 2012

Manuel Romero Tallafigo: La Almona de Sanlúcar de Barrameda

Manuel Romero Tallafigo publicó en la revista Sanlúcar del año 1979 este artículo dedicado a La Almona de Sanlúcar de Barrameda, que aquí reproduzco.
He de confesar y ratificar la gran satisfacción que me produjo el libro “LAS REALES ALMONAS DE SEVILLA”, publicado por mi compañero de Universidad y del Archivo de la sevillanísima Casa de Pilatos, Joaquín González Moreno. En él Sanlúcar de Barrameda, mi patria chica, ocupa un lugar destacado y elogioso. Quiero rendirle homenaje poniendo al alcance de mis paisanos alguna de las noticias que aporta, extraídas de los fondos del Archivo de los Duques de Medinaceli (sección Alcalá) y que son una valiosa contribución a la historia de un edificio tan singular y sanluqueño como es la Almona del Mazacote. La palabra "almona" es de claro origen árabe - almuna - y su significado es el de jabonería o fábrica de jabón. Es un nombre de gran predicamento en Al-Andalus y no es raro que figure en el callejero de sus ciudades. Esta toponimia tan andaluza y sanluqueña, viene a confirmar la gran importancia que la industria jabonera, invento de alquimistas orientales, tuvo en el valle del Guadalquivir. Y es que en esta zona se hizo fácil y rentable el negocio, que como veremos, siempre tuvieron como monopolio de concesión real las familias nobles y de alcurnia, hasta la política desamortizadora posterior a las Cortes de Cádiz. El auge de esta industria se debe a dos circunstancias insólitamente unidas que se daban en la región bética: Ser rica en aceite y mazacote. EI aceite andaluz, claro, limpio, suave, medicinal y de buen gusto, era una de las materias primas fundamentales para el proceso de saponificación, y nacido de las grandes fincas olivareras aquí tan abundantes.
Las marismas del Guadalquivir proporcionaban otro elemento básico: el mazacote, barrilla o sosa. Producto creado a partir de los almarjos: yerbas cuyas cenizas originaban un alcalino sódico que licuado, hervido y tratado en grandes calderas con cal viva y aceite daban ser alas piezas de jabón consistente. Los demás ingredientes, como son el orujo, caparrosa (colorante rojo) y agallas o ácido gálico (colorante azul) eran productos baratos y no escasos también en nuestra tierra. Sanlúcar además contó con la cercanía del mar, y este hace que González Moreno pueda decir al tocar el tema de la almona de la cuesta de Capuchinos que “fue en aquel edificio que aún se conserva, donde par primera vez se utilizó el agua del mar Atlántico para estos procesos químicos. España una vez más se adelantó a Europa en muchos de sus inventos”. La acción de la sal marina sobre la cal viva mejoró de tal modo la pureza y consistencia del jabón, que es un hecho comprobado documentalmente la espectacular sobrevaloración de las rentas de la almona sanluqueña, durante el reinado de
Carlos III. Por otro lado el establecimiento de una almona en la desembocadura del Guadalquivir suponía colocarla dentro de las rutas mercantiles de América y Europa y en un puesto privilegiado en el paso de las flotas que iban a Indias. Estas aquí se abastecían de agua, y en Bonanza esperaban las subidas y bajadas de las mareas. Por eso era plaza disputada por muchos personajes, unos con intereses políticos, otros con mercantiles o artísticos. No faltaron las comunidades religiosas que fundaban conventos para formación o descanso de los frailes que iban y venían de la lejana América.
Lástima que la desaparición de los Archivos de Protocolos Notariales de Sanlúcar, imposibilite una comprobación rigurosa del papel de nuestra ciudad en la colonización indiana. Habrá que acudir a los fondos del Archivo General de Indias - donde me honro de ser Archivero del Estado - para escudriñar en los ricos y abundantes fondos de la Casa de la Contratación y Consulados, la verdadera aportación sanluqueña a la hispanización de América. En la historia de las almonas andaluzas, Sanlúcar presenta otra originalidad señalada por el doctor González Moreno cuando afirma: “Afortunadamente aún subsiste esta jabonería en perfecto estado de conservación, a falta del material de la fábrica…
Es la única almona andaluza que permanece tal como se construyó tanto en su interior como en su exterior. Es obra probable del siglo XVII, con añadidos del XVIII, como el escudo de Azpilcueta, que puso su constructor don Juan de Azpilcueta, sobre su portada anterior”. De lo que había en el edificio cuando funcionaba, tenemos un testimonio por el anuncio de arrendamiento de la fábrica para el quinquenio 1816-1821: "Contiene cuatro calderas para jabón duro; dos para blando, y otras dos más pequeñas para pruebas y experimentos, con sus correspondientes utensilios y almacenes para materiales y enseres. Tiene dos salas para aceites, una de sol y otra cubierta, y habitaciones para dependientes con sus respectivas oficinas”. Este escueto epígrafe puede hacernos reconstruir lo que guardaba dentro este bonito edificio, de donde se cargaban portes de jabón en barco para Chipiona, Rota y Puerto de Santa María, y en carretas con arrieros para Trebujena, Lebrija y Las Cabezas de San Juan, aparte del comercio con Europa y América.
Para ver lo que supuso la renta del jabón hasta dar un vistazo a los privilegios reales que regularon. Enrique III en el año 1396, convirtió en monopolio y estanco para el Adelantado Mayor de Murcia, Ruy López Dávalos, la fabricación y establecimiento de almonas en el territorio comprendido en los límites de las provincias eclesiásticas del Arzobispado de Sevilla y Obispado de Cádiz. En 1423 Juan II reparte dicho monopolio entre el Almirante Alonso Enríquez, su primo el infante don Juan, el condestable don Álvaro de Luna, y don Diego Gómez de Sandoval, precisando las condiciones precisas de explotación con mandatos categóricos. Así manda al Concejo, alcaldes, alguaciles, caballeros veinticuatro, escuderos y oficiales de la ciudad de Sevilla, y a los alcaldes de los pueblos de su arzobispado - aquí entra Sanlúcar de Barrameda - y Obispado de Cádiz “que ninguno sea osado de hacer labrar, vender, cargar ni par mar ni por tierra, jabón blando como prieto” salvo los concesionarios a “los que por encargo de ellos los hubieren de hacer”, y “que ninguna persona de cualquier ley, estado, o condición que sean, que no hagan jabón blando ni prieto, en ninguna casa suya, ni en otra parte que sea, salvo en aquellas almonas” de los concesionarios, y que “los que tal hicieren por primera vez, y fuere probado, que se pierda el jabón que así hiciere e las casas, e pertrechos que tuviere. E más, que paguen en pena
a los dichos que yo hice mi merced, 6.000 maravedises de esta moneda usual.” “Por la segunda vez pierdan todos sus bienes y enseres. Y si esta persona no tuviere bienes algunos, que le den cincuenta azotes públicamente, porque sea escarmiento, y no se atreva a hacer, vender, ni cargar el dicho jabón”. Estos privilegios y otros que por no alargar no refiero, haría que los destinos de la almona sanluqueña dependieran de los Duques de Alcalá y Medinaceli hasta que las Cortes de Cádiz en ley del 6 de agosto de 1811 iniciara el camino de abolición de los monopolios laborables y económicos. Camino que se cierra con el restablecimiento definitivo de dicha ley en 30 de agosto de 1836. De modo que los duques de Medinaceli venden en Cádiz el 6 de mayo de 1855 a don Ramón Sáenz,
la fábrica y almona de Sanlúcar, pagándose por ella la cantidad de 59.500 reales y el compromiso de un censo anual de 600 reales, y réditos de 18 reales, a favor de la Hermandad de las Ánimas de Sanlúcar. Dejamos para otra oportunidad el estudio de un pleito seguido en la Cancillería Real de Granada en 1497, por doña Catalina de Ribera, duquesa de Alcalá, contra doña Inés de Lugo, viuda del mercader Juan Benítez, que fabricaba por su cuenta jabones en Sanlúcar contraviniendo el privilegio y monopolio.

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